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Socialismo y bondad (1)

En su espléndido ensayo La ética de la redistribución el escritor y filósofo francés Bertrand de Jouvenel manifiesta que el socialismo es una ideología de “bondad”. Abunda en este ámbito señalando que “el socialismo apunta a algo más que el establecimiento de la mera justicia: busca establecer un nuevo orden de amor fraternal… más bien es una rebelión emocional contra los antagonismos dentro de la sociedad, contra la fealdad del comportamiento de los hombres unos contra otros”. Por otra parte la Real Academia Española define el término “bondad” como “cualidad de bueno” o “de natural inclinación a hacer el bien” mientras la “fraternidad” la precisa como “amistad o afecto entre hermanos o entre quienes se tratan como tales”. Nos encontramos, pues, ante una ideología cuyo frontispicio no deja lugar a duda sobre la teórica intencionalidad bondadosa y fraternal de sus miembros. Sin embargo ¿deriva de esta proposición una consecuencia práctica contrastada y coherente? Y esta coherencia ¿se confirma en la práctica política de manera armónica y naturalmente aceptada tanto desde una perspectiva colectiva como desde la conducta observada de sus miembros?

Winckelmann rescata el idealismo platónico durante el transcurso del movimiento romántico que prosiguió a la etapa ilustrada mediante la necesidad de “recuperar la perspectiva de los antiguos” redescubriendo “la regla perfecta del arte” que tan solo puede ser creada y entendida hallando no solo el aspecto más bello de la naturaleza sino también “algo más que la naturaleza, determinadas bellezas ideales de ella que están compuestas por figuras creadas solo en el entendimiento”. Esta idea es “una naturaleza superior”, la verdadera naturaleza. Y en este axioma toma el punto de partida el Neoclasicismo romántico que aspira a cambiar la naturaleza en forma y la vida en arte no repitiendo sino renovando lo que hicieron los griegos. De esta manera el concepto de “idea” vuelve a disponer en el devenir histórico un nuevo protagonismo que será enaltecido por Hegel y su idealismo mediante el cual se afirma que todo, entre lo cual se encuentra la realidad, es el desarrollo de la “idea”. Desde la “idea”, por consiguiente, el espíritu es capaz de superarlo todo.

El análisis agudo y certero de la doctrina hegeliana realizado por Marx implicó el descubrimiento de una perspectiva que interpretaba el mundo de una manera invertida. No es la “idea” la que configura nuestro mundo sino, contrariamente, el mundo el que construye el concepto de “idea” como transposición de costumbres y leyes cuyo objetivo no es otro que el de proyectar y perpetuar la preeminencia de la clase burguesa.



A pesar de esta dialéctica el idealismo es objeto de constante controversia. Lo cierto es que las ideas son instrumentos de partida para el diseño, el desarrollo y el desempeño de razonamientos que maduran en el nacimiento de las ideologías. El socialismo y su versión más pragmática y tardía, la socialdemocracia, proceden -como las demás ideologías- de esquemas de reflexión emanados de raciocinios cocinados desde percepciones idealistas y, por tanto, susceptibles de ser evidenciadas por la realidad.

En el ámbito de la política y, concretamente, en el escenario de la democracia, el idealismo encuentra un terreno fértil en el cual prosperar. La oportunidad de manifestar sentimientos y objetivos fecundados por las ideas se acepta de manera explícita por las sociedades democráticas materializados a través de las formaciones políticas. Esta libertad contrasta con la amenaza de introducir cuñas ideológicas cuyo idealismo no se alinea con la naturaleza humana. La Ilustración trajo consigo un potente arsenal ideológico que ha pergeñado en los últimos dos siglos innumerables constituciones nacionales e internacionales fundamentadas en conceptos cordiales, generosos y empáticos cuya intencionalidad tiene una componente más voluntariosa que auténticamente real. La afabilidad y bondad de las doctrinas sociales -tanto políticas como religiosas- que enuncian a la solidaridad y el altruismo como esencias del comportamiento social merecen ser adecuada y profundamente estudiadas y analizadas con el fin de experimentar si, realmente, la condición del ser humano coincide íntimamente con estos objetivos o su aplicabilidad, por el contrario, no puede llevarse a cabo sin la ayuda de iniciativas coercitivas acompañadas debido a la imposibilidad de vehicularse mediante el comportamiento particular contrastado de miles de millones de individuos.

Es necesario sumergirse en la literatura filosófica e, incluso, en la científica, para tratar de determinar la existencia de fundamentos solidarios y fraternales universales en el comportamiento humano. Desgraciadamente la literatura no nos deja apenas pensadores que refieran la bondad de la personalidad humana como auténtico denominador común de la Historia y sí reconocidos eruditos y estudiosos que han definido el comportamiento del individuo bajo consignas vinculadas con el egoísmo, la codicia, la ambición y la envidia, entre otros. Así, Hobbes establece los dos quicios de una nueva ciencia política desde los cuales debe desplegarse un sistema deductivo: el “egoísmo” y el “convencionalismo”. Para él cada hombre es profundamente distinto de los demás hombres y, en consecuencia, está separado de ellos. Es lo que denominará “un átomo de egoísmo”. Entre los hombres hay motivos de disputas, envidias, odios y sediciones que constituyen el motor del transcurso de sus vidas y de toda la Historia. Por otro lado es precursor de un relativismo que impugna el idealismo al negar la existencia de una justicia “natural” puesto que no hay “valores” absolutos, siendo estos el fruto de “convenciones establecidas por nosotros mismos” a lo largo del devenir histórico que da lugar a las distintas civilizaciones y culturas. Hobbes tan solo reconoce de entre su relativismo la existencia de “un bien primario y originario que no es otro que la vida y su conservación”. El ímpetu del pensamiento hobbesiano ha sido indiscutible y su aportación perdura en muchos de los esquemas actuales del pensamiento político.

El realismo de Maquiavelo puede resumirse en el texto que manifiesta en su conocido tratado “El Príncipe” en el que afirma es preciso atenerse “a la verdad efectiva de la cosa” y no perderse en investigar “cómo debería ser”. Y extrae estas conclusiones: “hay tanta separación entre cómo se vive y cómo se debería vivir que aquel que abandona aquello que se hace por aquello que se debería hacer aprende antes su ruina que su conservación. Un hombre que quiera hacer profesión de bueno en todas partes es preciso que se arruine entre tantos que no son buenos. Por lo cual se hace necesario que un príncipe, si se quiere mantener, aprenda a poder ser no bueno y a utilizarlo según sus necesidades”.

Estas consideraciones se hallan en relación con una visión pesimista del hombre. El individuo en la práctica tiende a ser malo y, por consiguiente, el político no puede tener confianza en los aspectos positivos del hombre sino que, por el contrario, debe tener en cuenta sus matices negativos y proceder en consecuencia. Maquiavelo escinde, así, siglos de sesuda erudición política fundamentada en la supuesta “virtud” del gobernante promulgada desde los socráticos mayores.

La aportación al pesimismo humano realizada por Schopenhauer es indiscutible. Al igual que Hobbes participa de un relativismo que le conduce a pensar que el mundo es una representación propia de cada individuo, que ninguno de nosotros puede salirse de sí mismo y ver las cosas tal y como son, que todo lo que conocemos se halla dentro de nuestra conciencia. En su obra Parerga y Paralipómena el filósofo sostiene que el hombre, en el fondo, es un animal salvaje y feroz. Sólo conocemos al hombre en aquel estado de mansedumbre y domesticidad que recibe el nombre de “civilización”. Es suficiente, sin embargo, un poco de anarquía para que se manifieste la auténtica naturaleza humana. Y afirma que “el hombre es el único animal que hace sufrir a los otros con el único objetivo de hacer sufrir”. Schopenhauer mantiene, por tanto, una desgarradora percepción de la naturaleza humana que tan solo puede atenuarse bajo normativas coactivas que le conduzcan hacia un estado forzado de civilización.

Stirner agudiza el sombrío panorama ético del individuo en su magnífico escrito El único y su propiedad en el cual niega tanto a Dios como a la “humanidad” apostando por la única realidad y el único valor: el individuo. Este es único, irrepetible y medida de todas las cosas por lo cual no puede ser esclavo ni de Dios, ni de la “humanidad”, ni de los ideales presuntamente solidarios empuñados en su nombre. Por tanto su pensamiento se dirige hacia el “egoísmo absoluto”. Stirner manifiesta que “¿no valgo yo más que la libertad? ¿acaso no soy yo quien me libera a mi mismo? ¿acaso no soy yo el primero?”. El individuo, para este pensador, es la fuente exclusiva del Derecho no sujeto a revoluciones que generan nuevas jerarquías y nuevas esclavitudes. El individuo no hace la “revolución” porque de ella se imponen otras servidumbres obsesivas y no será un ciudadano esclavizado por el trabajo pero tampoco será un socialista harapiento sujeto a la providencia ingobernable de la sociedad y a la supuesta ética del “deber”. Stirner efectúa, por tanto, un ejercicio positivo del egoísmo frente a los idealismos que, de facto, encadena la libertad de los hombres bajo los grilletes del altruismo y la solidaridad. La introducción explícita del egoísmo como contrapunto del progreso frente a otras doctrinas morales convencionales será desarrollado posteriormente por la epistemología objetivista protagonizada por la escritora Ayn Rand en la segunda mitad del siglo XX.

La nómina de intelectuales y filósofos alineados con el razonamiento antropológico pesimista expresado por estos pensadores es interminable e imposible de estampar en un texto de estas características resumidas. No obstante se revela necesario acudir también a la literatura científica para contribuir a los cimientos que construyen el argumento enfrentado al idealismo socialista.

El movimiento psicoanalítico encuentra en Freud una aparato científico que propone al “inconsciente” como centro neurálgico de la psicología. Soslayando el complejo edificio construido por este científico sus conclusiones apuntan hacia la existencia íntima de un “Ello” identificado por las pulsiones inconscientes de la libido, fuente de la energía biológico-sexual y de la inconsciencia amoral y egoísta del ser humano. El “Yo” es la fachada del “Ello”, su representante consciente, la punta de un inmenso iceberg que constituye el “Ello”. Y el “Superyo” constituye la sede de la conciencia moral y del sentimiento de culpa. El “Superyo” nace en cuanto interiorización de la autoridad familiar y se desarrolla como interposición de las demás autoridades en forma de ideales, valores y modos de conducta propuestos por la sociedad.

La importancia de sus investigaciones a los efectos de este texto es importante pues Freud manifiesta que el “Yo” debe mediar entre el “Ello” y el “Superyo”, entre las pulsiones agresivas y egoístas que tienden hacia una satisfacción total e irrefrenable y las prohibiciones del “Superyo” que impone todas las restricciones y limitaciones de la moral y la cultura. De esta manera el psicoanálisis niega rotundamente la existencia de instintos relacionados con el altruismo y afirma que los individuos se encuentran gobernados por pulsiones originarias de una energía de tipo biológico-sexual que se manifiestan a través de instintos egoístas y agresivos. El individuo, por tanto, carece de estructura moral orientada hacia la solidaridad.

Alfred Adler fue el fundador de la “psicología individual” y sus trabajos conducen a la identificación de los objetivos del individuo bajo el paraguas que le conduce a la “voluntad de poder” y en cada fase de su desarrollo “el individuo está guiado por su deseo de superioridad, de semejanza divina, por la fe en su poder psíquico en particular”. Por tanto Adler dinamita una supuesta mansedumbre humana que le facultaría a admitir la igualdad pues cada persona es una fuente de voluntad que desemboca en un instinto más o menos abstracto de superioridad que tiene la necesidad de manifestarse en numerosos aspectos económicos, políticos, artísticos o culturales generando gradientes de desigualdad inevitables.

La existencia de un “inconsciente colectivo” como causa hereditaria que “es idéntico en todos los hombres constituye un substrato psíquico común, de naturaleza suprapersonal, que está presente en cada uno de nosotros” fue enunciada por Carl Gustav Jung, creador a su vez de la “psicología analítica”. Jung recoge las aportaciones de Freud y Adler y reconoce su existencia bajo la premisa de configurar un “inconsciente” cuya realidad -afirma- existe. Este “inconsciente”, por tanto, es una potente fuerza cuya inercia debe enfrentarse al idealismo socialista.

Constatada, pues, una naturaleza humana antagónica con los principios fundamentados en el altruismo más allá de la preservación de nuestro propio linaje genético materializado a través de las relaciones familiares y de parentesco cercano, cabe enfrentar dicha naturaleza a los principios de igualdad y fraternidad que alberga el arsenal ideológico socialista.



El socialismo nace como producto directo de la Revolución francesa y, por tanto, como consecuencia del racionalismo y del espíritu democrático embrionario que había traído consigo la Ilustración proyectando este pensamiento, posteriormente, sobre las consecuencias sociales acaecidas durante la Revolución Industrial en Inglaterra. Su génesis es, por tanto, de características anglo-francesas y, por esta razón, se derivará que los dos exponentes que dieron lugar a los orígenes de esta ideología se encarnen en un empresario británico que amasó una impresionante fortuna mediante la industria textil, Robert Owen, y un aristócrata francés cuya inquietud intelectual le inclinó hacia el estudio de una ciencia de la sociedad, el conde Henri de Saint-Simon, a la sazón un ferviente entusiasta de la autoridad imperial personificada en aquellos momentos por Napoleón. No deja de resultar llamativo el hecho de que los mimbres que configurarían el incipiente cuerpo de doctrina socialista fuesen urdidos, precisamente, por miembros pertenecientes a clases tan rivales e incompatibles en su devenir histórico como la aristocracia y la burguesía. Una contradicción antropológica como muchas otras que anidan en este ideario y que tendremos ocasión de comprobar más adelante.

El socialismo germina de una “idea” basada en la consecución de una sociedad gestionada a través de las relaciones fraternales entre los individuos con el objetivo de alcanzar los ideales ilustrados de libertad, solidaridad e igualdad. Esta idealización la encuentra en las clases obreras sometidas a las duras condiciones de trabajo propias de la sociedad inmersa en la Revolución Industrial de aquellos tiempos. En este segmento socioeconómico el socialismo proyectará el esfuerzo que la civilización necesita para alcanzar tan excelsos objetivos. Así, el socialismo dividirá a los grupos sociales entre aquellos que son “buenos”, materializados por individuos explotados, sometidos y alienados, y otros personajes “malos” que protagonizan el abuso, la injusticia y el despotismo. Nótese que el socialismo, al adjetivar a los primeros como “buenos”, les coronará con la mitra que les adjudica la “bondad” mientras que a los burgueses y opulentos les colgará la escarapela de la inevitable “maldad”.

Es imprescindible acentuar que el recurso a la calificación de “buenos” y “malos” lo llevará a cabo el socialismo en lo sucesivo en todas las etapas históricas posteriores atendiendo, principalmente, al estatus socioeconómico de sus miembros, ignorando la intimidad de la naturaleza humana egoísta que Hobbes, Shopenhauer, Maquiavelo, Freud o Adler, entre algunos mencionados y otros muchos soslayados, identifican como colectivamente presente en el género humano. De esta manera un obrero siempre será “bueno” y, por ello, sus atributos intrínsecamente positivos nunca podrán hacerle partícipe de sentimientos relacionados con el egoísmo, la codicia o la ambición. Y no lo permitirán incluso si éste dispone del acceso a la gestión de una fortuna o al disfrute de abundantes riquezas porque su blindaje moral es férreo frente a semejantes proyectiles procedentes de la indecencia burguesa. El proletario, el menesteroso, el desamparado o el necesitado es bueno “de por sí”, porque encarna unos valores que deben empuñarse decididamente para revertir su situación. Sin embargo, y según el socialismo, podemos deducir que Freud -por poner un ejemplo- no encontrará jamás pulsiones agresivas y egoístas en el “Ello” de estos individuos depositados en los algodones ideológicos del socialismo. Si el lector cree esta circunstancia debo advertirle que el autor, desde luego, no lo hace.

La necesidad de recurrir al empirismo para desnudar el idealismo socialista es fundamental para construir el argumento que exponga a la intemperie el equívoco que alimenta su doctrina y, como extensión, la profunda hipocresía que subyace en los políticos alineados con este relato cuya santurronería y bombásticas manifestaciones aludiendo al “servicio público” no esconde otro objetivo que la consecución de copiosas prebendas sociales y astronómicas remuneraciones. También lo es para neutralizar la presunta superioridad moral que sus militantes y otros hiperventilados afluentes exhiben en las tertulias de café y restaurante o en las redes sociales y cuya altanería ética es inversamente proporcional a su propio altruismo.

En la obra de Marx encontramos un pormenorizado análisis de las crisis económicas que contribuyen a la creación de las crisis sociales y políticas incidiendo en sus interconexiones y en la base económica común que las fundamenta. Es muy llamativo comprobar cómo de semejante examen preciso y acertado este ideólogo se despeña posteriormente en un idealismo -por otra parte tan despreciado por él mismo- que le impele a afirmar “ideas” tan arriesgadas y peregrinas como postular la “superación del capitalismo” a través de una modificación de las relaciones de producción que dará lugar al advenimiento de la “dictadura del proletariado”, circunstancia que antecede a la desaparición del Estado como aglutinador social y procediéndose al nacimiento de una sociedad libre entre iguales donde reinará la fraternidad y la igualdad entre todos sus miembros. A pesar de tan edulcorados ideales en aquellos lugares donde el socialismo ha podido implantarse de manera totalitaria se ha comprobado la mayor existencia de infraestructuras policiales, militares y de seguridad política recurriéndose al “Estado” como instrumento imprescindible para cohesionar su estructura. No parece, por tanto, que el socialismo pueda avanzar más allá de semejante metodología coercitiva para imponer a los ciudadanos un pensamiento caracterizado por una mayor componente utópica que real pero, eso sí, de innegable atractivo intencional.

El socialista del momento no aspira a introducirse en argumentarios que le recuerden al desplome del “socialismo científico” acaecido entre 1989 y 1991. El lector lo encontrará apelando a la desmarxistización de sus pilares ideológicos pero sumido en los intersticios de un debate interno existente todavía en el seno de la socialdemocracia que le permita calibrar cómo la catástrofe comunista puede afectar a otras ramas del socialismo. Porque por grandes que hayan sido las diferencias la socialdemocracia y el comunismo soviético provienen de un tronco común denominado marxismo. Ignacio Sotelo llega a manifestar incluso que “hace muchos años que el socialismo democrático se había desprendido de este error garrafal”. La “idea” socialista como huésped de la “bondad” es excesivamente gratificante y rentable en el seno de las democracias como para acumular en su acervo semejante vergüenza. Por ello sus timoneles deben virar el rumbo ideológico hacia latitudes que permita situarles en las coordenadas alineadas con los cambios sociales. Para ello, y desde el reformismo de Bernstein, el socialismo colimará su enfoque hacia los postulados que se centren en la democracia despreciando en lo sucesivo la cuestión que concierne a la propiedad privada. La socialdemocracia trata de presentarse como el partido “de la sociedad democrática” ocultando su pasado como trinchera de la “sociedad obrera”, exclusivamente. Aun así la socialdemocracia se encuentra muy debilitada por los numerosos puntos de contacto con una ideología de base -el comunismo- trufada de adjetivos ingenuamente bienintencionados (altruismo, fraternidad, igualdad, …) cuya interposición en numerosas leyes y decretos no permite alcanzar niveles de prosperidad adecuados sin el recurso a los mecanismos coercitivos que impongan estas conductas ideales sobre la verdadera naturaleza del ser humano. Desde esta perspectiva Jouvenel manifiesta en su Ética que al socialismo y, en particular, a la socialdemocracia “lo que sí hay que criticarles no es que sean utópicos sino que no lo son en absoluto; no es su exceso de imaginación sino su total falta de ella; no es que quieran transformar la sociedad más allá del reino de la posibilidad sino que han renunciado a cualquier transformación esencial; no es que sus medios no sean realistas sino que sus objetivos tienen los pies planos. En realidad el modo de pensamiento que tiende a predominar en los círculos avanzados (socialistas) no es otra cosa que el último capítulo del utilitarismo del siglo XIX”.

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